En este Jueves Santo, somos partícipes de la Última Cena del Señor con sus discípulos, marcando el inicio del triduo pascual (Pasión – Muerte – Resurrección) del Señor. En este momento, el Señor se sienta a la mesa con sus hermanos y nos brinda las últimas enseñanzas para la construcción del Reino de Dios, compartiendo el Pan y el Vino, su Cuerpo y su Sangre.

Hoy conmemoramos la Eucaristía como el evento que marcará este momento. Nos deja un signo muy hermoso al lavarles los pies a sus discípulos, gesto que hasta ese momento ellos no comprendían y que nos deja el mandato del servicio. Podemos imaginar esta cena llena de emociones; Él se despide mientras la tristeza invade a los discípulos que aún no entienden del todo.

En este día, nuestra Espiritualidad de la Preciosa Sangre se manifiesta en plenitud en medio de esta cena. “Tomó una copa, y después de dar gracias, se la entregó y todos bebieron de ella” (Mc 14, 23). El Señor, en su entrega generosa de Amor, derrama su Preciosa Sangre para hacernos amigos de Dios. Es Jesús mismo quien nos ofrece esa copa para beber, deseando que la recibamos y bebamos de ella para alcanzar la vida eterna.

Madre María Magdalena Guerrero, siguiendo las huellas del Señor, recibe esta copa y la bebe para convertirse en cáliz de vida. También, de alguna manera, lava los pies de los demás en tantas obras de servicio y generosidad. Siguiendo su ejemplo, estamos invitados a beber de esta copa que el Señor nos ofrece, pues es su propia Sangre la que nos da de beber. Este gesto de dejarnos servir por parte de Dios es también el gesto de lavar los pies a los demás: servicio, generosidad y la respuesta personal de aceptar o rechazar la cercanía del Padre bueno.

No permitamos que nuestra respuesta se vea disminuida por sentirnos “indignos ante Dios”. Si bien es bueno reconocer nuestro pecado, sobre todo debemos reconocer el amor de Dios y su deseo de tenernos a su lado cenando junto a Él. Hoy estamos invitados a cenar junto al Señor, a sentirnos tan amados por Él que nos lava los pies. Sintámonos dignos de esta invitación, tal como lo hizo Madre María Magdalena, quien, reconociendo su pequeñez para estar en ese lugar, hace de esta invitación su quehacer diario.

Ella se convierte en la misionera que lleva la copa para que otros beban de ella, transformándose en una “servidora-misionera” que comparte esta copa que contiene la Preciosa Sangre, como lo hizo nuestro Señor Jesucristo en la última Cena.