Desde los primeros años de vida de Jesús, María conoció el dolor y la ansiedad propios de la maternidad. Las Escrituras narran cómo la Sagrada Familia debió huir a Egipto tras el nacimiento del Niño Dios. Más tarde, cuando Jesús tenía doce años, sus padres sufrieron la angustia de perderlo por tres días en el Templo. El culmen de estos sufrimientos llegó en la cruz.

La Iglesia conmemora la festividad de Nuestra Señora de los Dolores como reconocimiento a las pruebas que enfrentó la Madre del Siervo sufriente, y por ello se celebra inmediatamente después de la Exaltación de la Santa Cruz.

En nuestra Espiritualidad de la Preciosa Sangre esta fiesta adquiere un sentido especial. Aunque hablamos de la Sangre redentora de Jesucristo, no podemos dejar fuera a su Madre, quien estuvo a los pies de la cruz. Contemplar a María allí, como mujer e hija obediente, nos invita a mirar esa escena desde lo más humano y con madurez en la fe.

Las madres suelen hablar de sus hijos con un brillo especial en los ojos. Más de alguna, al mencionar a su “bebé”, sonríe aunque ya tenga veinticinco o treinta años. Desde esa experiencia tan humana, preguntémonos: ¿cuánto sufrió María al ver a su Hijo crucificado?

A veces creemos que, por ser escogida por Dios, María vivió en calma y felicidad, como en un relato romántico. Sin embargo, su camino estuvo marcado por el dolor y la entrega. Ella aceptó que su Hijo cumpliera la voluntad del Padre, y ese amor entre Madre, Hijo y Dios Padre se revela en la cruz.

Humanamente, la cruz nos habla de dolor y muerte; pero desde la fe, nos abre a la vida y la amistad eterna con Dios. En María reconocemos el cáliz sufriente que, en medio del dolor, es fuente de vida para su Hijo y para nosotros. Ella sabe acompañar, porque acompañó a Jesús en el sufrimiento.

Por eso, confiémosle nuestra vida y pongámonos en sus manos. Que, como María, aprendamos a ser cálices de vida a los pies de la cruz, entregando nuestra existencia como signo del amor de Cristo.

Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros.